La leyenda del Puente de Ovando en Puebla, México, cuenta la historia de amor entre María del Rosario Ovando, una joven acaudalada que se enamora de un hombre mestizo

La Leyenda

La Leyenda del Puente de Ovando es uno de los relatos más emblemáticos de Puebla, profundamente arraigado en la cultura local y en el imaginario colectivo de sus habitantes. Esta narración se centra en un puente que, más allá de ser una simple construcción, se ha convertido en símbolo de amor, traición y destinos entrelazados. Es importante destacar que la leyenda no solo refleja la historia de Puebla, sino que también encarna los valores y creencias de su gente, lo que resulta en una conexión emocional entre los pobladores y la narrativa.

En la Puebla del siglo XVIII, donde las campanas resonaban sobre tejados rojizos y las calles empedradas escondían secretos entre sombras de cantera, vivía don Agustín de Ovando y Villavicencio, orgulloso miembro de una de las casas más poderosas de la ciudad virreinal. Hombre severo y de sangre azul, había dedicado su vida a conservar el linaje y el honor de su familia. Su joya más preciada era su única hija: María del Rosario, una joven de apenas dieciséis años cuya belleza y dulzura eran legendarias entre las élites de la capital angelopolitana.

Pero el destino, caprichoso y rebelde, tenía otros planes. María se enamoró perdidamente de Julián, un joven mestizo de noble corazón y modesta cuna, aprendiz de tallador de madera en el barrio de los artistas. Aquella relación, prohibida por la estricta moral de la época, floreció en secreto, entre cartas escondidas y encuentros furtivos a orillas del río San Francisco.

Al descubrir el romance, don Agustín estalló en ira. “¡Antes muerta que deshonrada!”, gritó al romper las cartas que María había recibido de su amado. Ordenó encerrar a su hija y la amenazó con enviarla a un convento si persistía en su rebeldía. Sin embargo, el amor no conoce rejas ni linajes. Aprovechando una noche en que sus padres salieron a una fiesta en las afueras de la ciudad, María abrió las puertas de su casona en el Barrio del Alto para encontrarse una vez más con Julián.

Lo que no sabían era que el hermano mayor de María —fiel custodio del honor familiar— los había estado siguiendo. Cegado por el odio y el mandato paterno, irrumpió en la casa y, sin mediar palabra, apuntó su pistola hacia Julián. María, al ver la escena, se interpuso. Un disparo retumbó en los muros de cantera. Ella cayó al suelo, envuelta en sangre y silencio. Julián intentó defenderse, pero también fue abatido. Nadie habló de lo ocurrido. Los cuerpos fueron retirados en secreto, y la tragedia fue enterrada bajo el peso de la vergüenza.

Días después, cuentan que don Agustín, consumido por el remordimiento y el alcohol, deambulaba por las callejuelas en plena madrugada. El cielo lloraba, y la lluvia engrosaba el cauce del río. Al llegar al Puente de Ovando, ese viejo paso de cantera sobre el San Francisco, escuchó una voz quebrada que le susurró desde la oscuridad:
“Padre… ¿no me reconoces?”

Era una joven vestida de blanco, empapada por la lluvia, con el rostro cubierto por un velo y las manos extendidas como pidiendo limosna. Don Agustín quiso apartar la mirada, pero algo en la voz le heló la sangre. Al alzar los ojos, vio el rostro pálido y melancólico de María del Rosario. Quiso correr, pero el río crecido y su propio terror lo vencieron: resbaló, cayó al agua y fue arrastrado por la corriente. Su cuerpo apareció días después, atorado entre ramas, con los ojos abiertos y una moneda oxidada en la mano.

Desde entonces, la leyenda vive en el eco de la medianoche. Dicen que, si cruzas el Puente de Ovando a esa hora, puedes ver a una mujer vestida de blanco que te extiende la mano. Si le das una moneda, te permite cruzar en paz. Pero si la ignoras… podrías no volver jamás.

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